“La permanencia en lugares de culto, para reuniones, celebraciones y encuentros religiosos, incluidas las ceremonias nupciales u otras celebraciones religiosas específicas, no podrá superar el 30% del aforo. [...] Recordamos igualmente la obligatoriedad de utilizar mascarilla, guardar la distancia de seguridad y desinfectarse las manos con gel hidroalcohólico en la entrada, así como seguir las indicaciones del recorrido de visita y para sentarse en los bancos. “ Así recitaba el mensaje oficial de la Catedral de Valencia hace unos meses, y más o menos, en los mismos términos recitan las comunicaciones oficiales de los centros parroquiales, catedrales o santuarios de España en estos últimos días. Estamos bastante acostumbrados a esta clase de mensajes y todos lo respetamos escrupulosamente, sabiendo que tenemos que tutelar dos bienes irrenunciables: la tutela de la salud de nuestros hermanos en la fe y alimentar nuestra fe a través de la palabra de Dios y los sacramentos.
Desde los primeros momentos de la pandemia, cuando fuimos obligados a permanecer encerrados en casa y a reducir al mínimo los contactos con las personas ajenas a nuestro núcleo familiar, vimos con cierta perplejidad la prohibición de asistir a actos de culto y poder entrar en una iglesia. Saltó inmediatamente a nuestros ojos que la gran mayoría de las iglesias, si no casi la totalidad, por sus dimensiones, alturas y posibilidad de recambio del aire eran espacios públicos que podían garantizar una cierta seguridad aplicando las clásicas medidas de distanciamiento social, separaciones de los recorridos y limpieza y desinfección constante de las superficies.
El argumento del presente escrito no es la voluntad de justificar dichas medidas ni tampoco se quiere justificar la exigencia que a partir de ahora todos los nuevos templos deberían respetar dichas medidas de seguridad hasta incluso cristalizar el distanciamiento social en un espacio arquitectónico nuevo. Como ya hemos visto, de por sí, los templos actuales pueden acoger a los feligreses con toda seguridad y, gracias a la vacuna, ya se ve la luz al final del túnel. Es también verdad que la OMS, como también muchas personalidades en todo el mundo nos han avisado a lo largo de este último tiempo, que unas de las consecuencias de este mundo globalizado es la extrema facilidad con que un virus puede expandirse y también en el futuro podrán volver a repetirse emergencias sanitarias parecidas. Lo que se quiere comunicar a través de este escrito es, como en todo este tiempo de pandemia, lo que ha sufrido tremendamente el distanciamiento ha sido el cuerpo de la Iglesia, la presencia de los feligreses. A causa del distanciamiento (un máximo de dos personas por banco, imposibilidad de tener cualquier contacto físico, la eliminación de las procesiones etc.) se ha atomizado el cuerpo de Cristo, que son los feligreses, condicionando físicamente la experiencia de la misa a un acontecimiento privado, intimista, separado de la comunión con los hermanos. Se puede objetar que el cuerpo místico de la Iglesia es algo más profundo, que solo tener contacto con los otros feligreses, es también verdad que es una ayuda indiscutible saber que a tu lado está sentado tu hermano y que el mandamiento del amor al prójimo no se realiza de forma abstracta, si no que se cumple en tu vecino de casa, en tu compañero de trabajo, en la madre del compañero de clase de tu hijo, en el jefe o en otra persona concreta. Es indudable que es un proceso lento, que desde hace décadas ha entrado en nuestras vidas con la globalización, la sociedad de masas, el trabajo con horarios flexibles, la muerte de los comercios locales a favor de grandes centros comerciales, la difusión de los móviles, las nuevas tecnologías y ahora con la pandemia la sociedad se ha hecho siempre más individualista y atomizada. Fundamentalmente, lo que antes era la realidad de una parroquia o de un barrio se está desmantelando siempre mas y la emergencia sanitaria no ha hecho otra cosa que manifestarlo abiertamente, ahora no solo el feligrés que se sienta a tu lado con mucha probabilidad es un desconocido, si no que también a causa de la emergencia sanitaria está distanciado.
Además de todo eso, hay que considerar que la gran mayoría de los templos tienen una disposición de los bancos a batallón, todos mirando el altar, que se transforma casi en un escenario teatral donde el sacerdote, que debería ser el que cuida de su rebaño se reduce a un simple actor de la función. En esta situación el riesgo es que se llegue a una realidad protestantizada de la fe, donde la relación con Dios es solo algo intimista y personal.
Decía papa Francesco hace unos años: “Es cierto, Jesús nos ha salvado a todos, pero no genéricamente. Todos, pero a cada uno, con nombre y apellido. Y esta es la salvación personal. De verdad yo soy salvado, el Señor me ha mirado, ha dado su vida por mí, ha abierto esta puerta, esta vía nueva para mí, y cada uno de nosotros puede decir 'para mí' [...] Pero existe el peligro -prosiguió- de olvidar que Él nos ha salvado individualmente, pero en un pueblo. En un pueblo. El Señor siempre salva en el pueblo. Desde el momento en que llama a Abraham, le promete hacer un pueblo. Y el Señor nos salva en un pueblo. Por eso, el autor de esta carta nos dice: 'Prestemos atención los unos a los otros. No existe una salvación solo para mí. Si yo entiendo la salvación así, me equivoco; me equivoco de camino. La privatización de la salvación es un camino errado”.
La catolicidad de la Iglesia significa su misión universal, bien lejos de la realidad de la globalización actual, que tiende a separar a los seres humanos y a reducirlos a meras entidades numéricas; el mensaje de la Iglesia es la buena noticia de la Resurrección de Cristo, de Dios que entra en el infierno de la muerte, de tu muerte y sale resucitado y victorioso y dona a su pueblo su vida y su espíritu para que pueda llevar el evangelio hasta los extremos confines de la tierra!
Si no alimentamos el cuerpo de Cristo con la presencia, con la comunión entre los hermanos - que solo se puede a través de un conocimiento profundo - y si nuestra tendencia es la de alejar y distanciar las personas concretas que viven el espacio de la iglesia estamos actuando contra los miembros del cuerpo de Cristo. En este contexto, la arquitectura religiosa tiene una responsabilidad profunda que no se puede negar, y es una responsabilidad que está en contra a la tendencia a lo que muchos de los templos modernos transmiten a los feligreses: una espiritualidad metafísica y abstracta.
Massimiliano Fuksas, Nueva Iglesia de Foligno _ Italia
En muchas iglesias modernas y contemporáneas no hay ninguna referencia a las artes figurativas y a la morfología tradicional de la arquitectura religiosa. Por hacer un ejemplo, en la mayoría de los casos cuando hay vidrieras, podemos contemplar un triunfo de colores abstractos pero ninguna referencia figurativa. O si hay obras pictóricas, en la gran mayoría de las iglesias son pinturas de fondo, quintas prospecticas que tienden a la abstracción; y también llama mucho la atención en el caso de las esculturas que, cuando presentes, casi siempre tienen un enfoque de pieza de museo más que obra votiva. Necesitamos templos cuya arquitectura se funda con las artes figurativas y que todo el conjunto nos hable del amor de Dios, de la historia de la Salvación, del reino de los Cielos y de los Santos que hacen parte del Cuerpo Místico de la Iglesia.
Marko Rupnik, Capilla Redemptoris Mater _ Ciudad del Vaticano
Y así como los santos participan a nuestra comunión en esta peregrinación terrenal, necesitamos vivir la comunión con los otros feligreses y con los sacerdotes: los nuevos templos tienen que romper el “esquema teatral”, porque esa disposición, fundamentalmente, separa el pueblo del clero y, sobretodo, ahora que vivimos esta emergencia sanitaria, experimentamos una profunda lejanía entre los mismos feligreses. Como comentaba antes, vivir distanciados la experiencia sacramental no ayuda, es más, enfría, y sobre todo, si esto se da en una planta con un esquema de bancos a batallón, percibimos la presencia del hermano como una sombra: vemos sólo su espalda. Se hace siempre más urgente la recuperación del espacio central, donde el altar sea el punto de unión, la comunión entre los hermanos.
El altar es la mesa del banquete celeste que Jesucristo nos entregó en su última cena y nosotros participamos en su sacrificio como personas individuales y como comunidad: como simple feligrés con la mirada fija al altar y como miembro del cuerpo de Cristo participando con su asamblea (ἐκκλησία) pueblo y pastores, alrededor de su mesa.
Rafiguración banquete eucarístico, Catacumbas de San Callisto _ Roma, Italia
Altar Central de la Basilica de San Pedro, Ciudad del Vaticano
Y por último, para concluir, siempre en linea con lo ya expuesto, esta pandemia nos ha enseñado la importancia fundamental de tener un espacio exterior a nuestros templos que sea digno y que sea un espacio de acogida (lo que antiguamente era el Parvis, que muchas veces era delimitado por un pórtico o una balaustrada) para la comunidad de feligreses, donde cuando sea necesario se pueda, hasta incluso, celebrar funciones religiosas.
Decía Papa Francisco, en una de sus primeras apariciones, recién nombrado, y luego lo repitió en la Jornada Mundial de la Juventud en Rio de Janeiro: “Espero lío. Que acá dentro va a haber lío va a haber, que acá en Río va a haber lío va a haber, pero quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera, quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos, las parroquias, los colegios, las instituciones son para salir, sino salen se convierten en una ONG”.
Pues vamos al lío!
Francesco Rengo
Arquitecto Karolchy